68
Apenas
él le amalaba el noema, a ella se le agolpaba
el clémiso y caían en hidromurias, en salvajes ambonios, en sústalos
exasperantes. Cada vez que él procuraba relamar
las incopelusas, se enredaba en un grimado quejumbroso
y tenía que envulsionarse de cara al nóvalo, sintiendo cómo poco a poco las arnillas se espejunaban,
se iban apeltronando, reduplimiendo, hasta quedar tendido como el trimalciato de ergomanina
al que se le han dejado caer unas fílulas
de cariaconcia. Y sin embargo era apenas
el principio, porque en un momento dado ella se tordulaba
los hurgalios, consintiendo en que él
aproximara suavemente sus orfelunios.
Apenas se entreplumaban, algo como un ulucordio los encrestoriaba,
los extrayuxtaba y paramovía, de pronto era el clinón, la esterfurosa
convulcante de las mátricas, la jadehollante
embocapluvia del orgumio, los esproemios del merpasmo en una sobrehumítica agopausa.
¡Evohé! ¡Evohé! Volposados en la cresta
del murelio, se sentían balparamar, perlinos y márulos.
Temblaba el troc, se vencían las marioplumas, y todo se resolviraba
en un profundo pínice, en niolamas de argutendidas
gasas, en carinias
casi crueles que los ordopenaban hasta el
límite de las gunfias.
Julio Cortázar
CORTÁZAR, Julio. Rayuela. Editorial Sudamericana, S. A.
España, 1963. Página 294.
No hay comentarios:
Publicar un comentario