En el aire, sobre los valles, bajo las estrellas,
sobre un río, un estanque, un camino, volaba Cecy. Invisible como los
nuevos vientos de la primavera, fragante como el aroma de los tréboles que
se alzaba en los campos a la tarde, ella volaba. Se deslizaba en palomas
suaves como el armiño blanco, se detenía en los árboles y vivía en los
capullos, abriéndose en pétalos cuando soplaba la brisa. Se posaba en una
rana verde, fresca como la menta, a orillas de un charco brillante. Trotaba
en un perro zarzoso y ladraba para oír ecos que venían de graneros lejanos.
Vivía en las nuevas hierbas de abril, en suaves y claros líquidos que se
alzaban de la tierra de almizcle.
Es
primavera, pensaba Cecy. Esta noche estaré en todas las cosas vivas del
mundo.
Ahora vivía en grillos claros en los arroyos de
alquitrán de los caminos, ahora caía como el rocío en una verja de hierro.
Era la suya una mente que se adaptaba con rapidez, y volaba invisible en
los vientos de Illinois esta noche única de su vida. Acababa de cumplir
diecisiete años.
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